Iker pasó a través de las puertas de seguridad del Auditorio Hermanos Rodriguez e intentó ocultar su mirada nostálgica tras sus Ray-Ban. Él es el tipo de persona sonriente, que siempre está de buen humor. Pero no esta vez. Había comprado boletos para el Electric Daisy Carnival (EDC), uno de los festivales más importantes de electrónica en el mundo y ni bien había entrado, ya se quería ir. Sin decir nada continuó caminando delante de Sofía, su roomie, sumergido en su pesadumbre.
Llegaron a kineticFIELD, el escenario principal. Eran cerca de las siete de la tarde y una voz omnipresente interrumpió sus pensamientos. “Bienvenidos al Kinetic Temple. La fuente de nuestra energía es la verdad de la imaginación” escucharon exaltadas las casi cien mil personas. “Mientras haya imaginación en sus corazones, podemos recargar el mundo. Vengan con nosotros en este viaje a través del Kinetic Temple”. El atardecer con sus tonos naranjas y azules se armonizó con cuerdas de violines como si fuera un acto coordinado para inmortalizar el instante. Los beats se intensificaron, el fuego encendió el escenario y su abrazo incandescente se extendió hacia todas partes.
Iker tenía a su disposición un cockatil de drogas: seis ácidos, seis tachas. Pero comerse una tacha en ese estado era una pésima idea: el éxtasis lo dejaría con un déficit de serotonina y al día siguiente su depresión sería algo que no podría manejar. Pasó del éxtasis y se decidió por el ácido. Como era la primera vez que comía LSD, para maniobrar de una mejor manera con el pequeño trozo de papel secante, se encerró en una cabina de WC, lo sacó de una diminuta bolsa y se tragó la mitad. Al regresar con Sofía le mandó un mensaje a Mauricio: “Tú deberías de estar aquí conmigo”. Después de cinco minutos, Iker sintió una vibración: “Diviértete güero, nos vemos el lunes”; su cara se iluminó, por fin. Unas semanas antes de EDC, Iker cortó con Mauricio. La semana anterior al festival todavía estaba en pie el ir juntos pero unos días antes, su ex le escribió un mensaje: “Te aviso para que no te vayas a sacar de onda. Voy a vender mi boleto” y al poco tiempo lo estaba anunciando en Facebook.
El LSD comienza lentamente, sin que uno se dé cuenta. Sus efectos aparecen después de unos treinta minutos y puede transcurrir hasta una hora así que algunos bajan la guardia tomándolos desprevenidos. Éste fue el caso de Iker. Se sentó en un área cercana a la alberca de pelotas para ver Instagram y de pronto le pareció como si el teléfono se escurriera entre sus dedos, como si se volviera de una sustancia flexible, elástica, maleable. Otro síntoma es la ansiedad. Sientes un impulso por caminar, por bailar, por moverte. Iker lo canalizó yendo al baño. Se asomó al espejo y vio su mirada: Ya no eran los ojos tristes que había visto la última vez, sino una mirada neurótica, esquizoide.
–Ya me pegó, ¡el teléfono se me derrite! –le dijo a Sofía. Tomó una pelota roja y comenzó a jugar con ella: era un ansiolítico, un talismán que tenía el poder de anclarlo a la realidad.
–Vamos allá enfrente –le dijo a su roomie y caminaron rumbo a la barda metálica. Desde ahí podían ver a Martin Solveig. Mientras mezclaba Intoxicated, Iker cerró los ojos. Una fiesta de luces y colores se apoderó de su cabeza.
“Let's dance / no time for romance / let's dance / no time for romance /
You got me intoxicated / you got me intoxicated / you got me intoxicated / you got me intoxicated”
https://www.youtube.com/watch?v=94Rq2TX0wj4
Estaba en un clímax de felicidad y sus sentidos peregrinaron a lo largo de una senda sinestésica: la música se traducía en imágenes, en sensaciones. No sabía si era el LSD o el hecho de que Mauricio había roto su silencio y por fin le había escrito ese día.
En la cima de su disfrute, lo asedió un deseo irracional por naufragar en su depresión. Pero el LSD y la música lo llevaron a lugares felices. El LSD nació como una droga para uso terapéutico. Humphrey Osmond, un psiquiatra inglés que vivía en Canadá, intentó reproducir el estado de delirium tremens en alcohólicos ya que sabía que cuando lo experimentaban se mostraban abstinentes. Realizó el experimento y muchos de ellos lograron recuperarse. La sorpresa fue que mejoraban no porque desarrollaran delirium tremens sino porque tenían una epifanía, un contacto directo con la dimensión espiritual. El LSD era un catalizador de experiencias místicas. Para fortuna de Iker, no pudo deprimirse.
Continuó anocheciendo y el show se tornó más estimulante. Después de varias horas de música, baile y drogas entras en trance, en comunión. Es como si los beats fueran pulsaciones inconscientes que son arrojadas hacia el dj. Él escucha y los guía a través de la música. El LSD te deja ver el rito iniciático. El escenario enloquecido lanzaba columnas de agua y lumbre. El búho se convirtió en una moneda y alrededor de él, fuegos artificiales estallaron en el cielo eléctrico.
–Vamos a dar la vuelta –dijo Sofía quien se había comido la otra mitad de ácido para acompañar a Iker en su éxodo lisérgico. Salieron del kineticFIELD y había caos, polvo, gente. Las filas para los baños eran descomunales, al igual que las de las cervezas. Los entusiastas del Electronic Dance Music caminaban desde todas partes, hacia todas partes. En otra época, en los raves de principios de los noventas, las mujeres estarían disfrazadas de mariposas o de hadas y las personas traerían osos de peluche o chupones como elemento lúdico para recordar su niñez. Pero la ideología P.L.U.R. había muerto mucho tiempo atrás, a una década de su nacimiento en México. Y tras su muerte, los elementos rituales cambiaron: Un adolescente no mayor de dieciséis años iba disfrazado de unicornio, de color azul claro. La máscara del animal mítico colgaba de su espalda. Sus ojos eran grandes, redondos, negros, como si fuera una caricatura japonesa. Traía al menos una docena de pulseras fosforescentes en cada mano. Otras personas llevaban tótems con la cara de Donald Trump o de Carmen Salínas. Había quien cargaba con la foto de El Chapo. También se podía ver a Walter White de Breaking Bad y a Spider-Cholo sujetando una botella de Tonayán. A lo lejos se podía ver el “niñito Dios” del “pasito perrón”.
Caminaron a neonGARDEN entre los árboles. Llenos de luces, parecía un bosque mágico. Recostados en los troncos estaban los caídos: gente que tomaba un descanso del baile; personas abatidas que dormían un poco, ebrios que habían perdido la compostura. Otros tantos se refugiaban del aire para preparar un gallo. En ese bosque y por el efecto del LSD, todo eran sombras torcidas que se descomponían en ramas, sombras, gente.
Si kineticFIELD se caracterizaba por su producción, neonGARDEN era mucho más sencillo. Bajo una carpa blanca, cientos de luces centelleaban al ritmo del bajo, creando una atmósfera íntima que se intensificaba. La gente silbaba y gritaba en ondulaciones rítmicas. Dos silbidos, un grito. Dos silbidos, un grito. ¡Fiu! ¡fiu!, ¡huuuuu! ¡Fiu! ¡fiu!, ¡huuuuu! En un eco coordinado. El progressive house es un género que derivó de la música house. Sus secuencias son largas, hipnóticas. Los rastros del dub le dan profundidad a la melodía y el Eurodance le impregna un ritmo bailable. Emergen arpegios combinados con una especie de sirena que eleva sus escalas hasta distorsionarse en un sonido circular. De pronto, silencio. Le sigue el bajo, duro, como si fuera un golpe seco: ¡Pum, pum, pum pum!
Sofía sintió la parte dura en neonGARDEN. Es como si tu mente se disolviera en el espacio: la sensación de vértigo se torna agobiante. Lo peor es que no puedes hacer nada: resistirse lo empeora. Fue con Iker por cervezas para tranquilizarse pero cuando intentó pagar, la cartera se le derritió entre las manos. Hizo una escala en el baño y las paredes se hicieron pequeñas, como si respiraran, como si quisieran devorarla.
Al caminar fuera de neonGARDEN se toparon a las chicas del staff de EDC. Ellas circulaban en grupo, bailaban, mandaban besos. Tenían las caras pintadas de blanco, como mimos. Vestían bikinis y su pelo era verde, amarillo, naranja. Otras personas desfilaban con penachos, con el cuerpo pintado con colores fosforescentes. También había quienes se disfrazaron de El Chapulín Colorado, de La Parca, de Power Ranger, de musulmán. Se podía ver a Jaime Duende y a Jorge Campos. En ese lugar, la gente se colocaba máscaras para librarse de las otras: las de la vida profana; a la luz neón, era un festín sensorial y psicodélico.
Escucharon un beat convulsivo y lo siguieron. Llegando a wasteLAND los recibió un Jack Skellington de doce metros, pintado en un contenedor. Sobre esta imagen leyeron la frase: “Welcome to hell”. La gente brincaba y agitaba las manos en oleadas atiborradas al compás de los sonidos industriales. En el techno el bajo es mucho más rápido que en otros géneros. Es un sonido trepidante, saturado; una combinación de tambores tribales hechizados por el trance que se te meten en el cuerpo. El techno desplegó su poder de agujero negro: sin dejar escapar ningún haz de luz, lo absorbía todo para después dinamitarlo. Tal vez el recuerdo de Mauricio regresaría al día siguiente con toda su brutalidad. Pero ahí, la memoria quedaba suspendida en un presente perpetuo. En pleno vórtice, Iker y Sofía fueron consumidos por la celebración, por los pasos tribales, por el sudor extático que purga. En los rituales salvajes, sólo importa el beat que condensa la vida en un intervalo, que transforma el movimiento en danza, que te hace decir: “hoy ardemos… porque este es el momento, este es el aquí, este es el ahora”.
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